Por Ingrid Solana 
Tierra Adentro

La fragilidad del campamento—hermoso y atinado título— es un recuento de definiciones y características de la tolerancia. Muñoz Oliveira no hace un recorrido exhaustivo ni erudito por las implicaciones de ésta en la filosofía, la historia o la cultura. Escoge con puntualidad a los autores desde los cuales aborda el problema y los ejemplos que ilustran la perspectiva andada –el caso de Miguel de Servet, el mito de la caverna de Platón, los músicos que compiten por un empleo, etc.–. Hay reflexiones sobresalientes: el pensamiento de Amartya Sen, John Rawls, Michel de Montaigne, Platón, Stephen Toulmin, Richard Rorty. Pero estas lecturas son discutidas para reflexionar el concepto y obtener definiciones propias; una de ellas es la de la tolerancia como “disenso racional persistente”, lo que la sitúa en un marco que incita a los lectores a discutir con el texto. El libro se inscribe así en una categoría que podríamos denominar “ensayo inteligente”, pues se exponen una serie de argumentos cuyo fin es lanzar determinadas perspectivas y producir conversaciones. Por momentos, el tono tiene conexiones con la enérgica voz de Damián Tabarovsky y su espléndida Literatura de izquierda, un libro que desmantela los entendimientos de lugar común en torno a la literatura contemporánea; La fragilidad del campamento, a su vez, coloca el acento en un nervio central de la terminología adyacente a la democracia, y lo hace desde la ética, saliendo de los usos de sentido común de la tolerancia en la publicidad política. La ética, disciplina del pensar olvidada, malversada por discursos serviles tendientes a buscar la simpatía de las masas desde determinados poderes, espacio de desprecio hacia estratos a los que no conviene meditar en los valores, se nos muestra como un ámbito fundamental de la práctica de la tolerancia; allí donde es posible abatir los prejuicios que nos alejan de los otros para generar el bien común.

La tolerancia es un presupuesto implícito, inherente o sinónimo del ideal democrático. Si los términos son correlativos en la esfera del ideal, ¿qué sentido tiene reflexionarlos en paralelo a determinados contextos?, ¿por qué parece que la ejecución de la democracia del siglo XXI no solventa ni prueba su valor central –si es que éste fuera la tolerancia– y, por el contrario, muestra innumerables contradicciones que continuamente abaten dicho “valor” –el fundamentalismo o la crueldad, por ejemplo?–. ¿Cómo pueden “encarnarse” los valores democráticos en países en vías de desarrollo, en los que la miseria, la falta de educación y las realidades sociales generan intolerancia colectiva? Las preguntas son apremiantes y la definición de la tolerancia las implica.
Contra la indiferencia, en busca del diálogo, el respeto a la diferenciaLa fragilidad…, evoca canales expresivos a través de los cuales la tolerancia abandone el espacio falso –la indiferencia comodina que acepta lo otro porque no tiene más remedio–, para dar paso a un “gobierno por discusión” en el que la razón suscite la participación política y el diálogo. El fin buscado es la construcción de “un futuro menos injusto”.
Como sujeto histórico –mujer de determinada edad, perteneciente a una comunidad específica, miembro de una clase social, etc.–, coincido con todos los puntos que implica la tolerancia esgrimida por la Fragilidad…; sin embargo, considero que las claves más significativas de la misma se lanzan al final del libro cuando se reconocen las ligas entre barbarie, falta de educación y desigualdad. Son aspectos cuya resonancia se encuentra en el seno mismo de los conflictos sociales y en la maneras en las que determinados grupos son incapaces de tolerar. ¿Cuáles son las situaciones y problemas que impiden tolerar y, desde ellos, comprender la intolerancia? La barbarie, nos dice Muñoz, coexiste con la humanidad “porque todo hombre puede volverse bárbaro” y entonces es necesario “aprender a vivir con la barbarie”; nuestra tarea es indignarnos ante ella, aislarla para no contribuir con su proliferación. Pero la barbarie, habría que añadir, adquiere rostros distintos según provenga del Estado o de las sociedades mismas y, en este sentido, más que caer en el relativismo inadmisible, que también para Muñoz es una forma tibia de reflexionar, habría que agudizar el sentido crítico y recordar siempre que la mirada y el acto provienen de su relación con el espacio y con el instante preciso en el que se ejecutan, enmarcados por un entorno particular que no puede obviarse.
Para tolerar y, por tanto, para conversar, es necesario saber guardar silencio. El que sabe hacerlo escucha al otro y después, quizá, pueda responder. Y aquí cabe recordar aquel apunte de Blanchot cuando reflexiona en el habla del dictador, un habla solitaria, sorda, que es un soliloquio que no admite réplica. Saber escuchar es ser civil, es tolerar, es, por fin, saber que hay Otro.

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