En el país de la falsa tolerancia
Escrito por Rosana Ricárdez
Revista Cultural de la Universidad Autónoma de Puebla
Escrito por Rosana Ricárdez
Revista Cultural de la Universidad Autónoma de Puebla
Nuestra sociedad es ignorante porque somos ignorantes; nuestra sociedad es fundamentalista porque somos fundamentalistas: somos nuestros propios enemigos. Ante este panorama, la tolerancia funge como opción para sentar las bases de la discusión acerca de aquello que durante años nos hemos empeñado en llamar democracia y, de ser posible, la construcción a largo plazo de una sociedad donde cada uno viva mejor, incluso desde la diferencia —o precisamente por ella.
La fragilidad del campamento. Un ensayo sobre el papel de la tolerancia es en el fondo una discusión propuesta por el autor para pensar en la democracia de las sociedades actuales. Aunque a la mitad del libro pareciera un monólogo donde a Oliveira poco le importa si lo que piensa queda claro para alguien más —pues él es autor y lector—, el texto se mueve en una voluntad de diálogo. Quizá de eso se trata, de encontrarse con un otro para compartir una charla que lleve al intercambio, defensa y refutación de ideas. Porque, eso sí, nada de falsa tolerancia, ese país donde todas las ideas son respetadas a fin de evitar la confrontación. De hecho, sólo en la confrontación existe la (verdadera) tolerancia.
El valor del ensayo radica en ser una iniciativa para replantear el tema de la democracia, en la contemporaneidad, desde la tolerancia. En este sentido, es un recorrido de conceptos que se concatenan al final. La manera en que Oliveira plantea el tema es asequible pues lo hace de manera secuencial. Si bien existen discusiones filosóficas sobre el tema, el autor —con todo y citas— hila temas cotidianos con reflexiones muy suyas de la tolerancia y de quien la practica, el tolerante, y de cómo es y no este sujeto.
Los primeros tres capítulos son un señuelo para el lector, debido a la metáfora que Oliveira establece de la sociedad, en donde ésta es un campamento infranqueable hasta el momento en que otros campamentos, los extraños, idean tácticas para penetrarla. Con tino, apunta que ninguna fortaleza adolece de lados débiles. Es entonces que presenciamos el nacimiento de la ciencia de la fortificación —no sin cierta paranoia social de la persecución y el ahínco de los bárbaros a penetrar la fortaleza propia.
En este mundo, ese campamento es llamado democracia, “y ésta da la impresión de estar edificada de forma tan sólida que parece no haber manera de derrumbarla, [pero] no hay fortalezas inexpugnables, la democracia también es un campamento frágil [cuya defensa debemos adaptar] a las formas de atacarla: el fundamentalismo, la indiferencia”.
El segundo señuelo es tragado por el lector. So pretexto de una anécdota en donde discute con una lingüista que afirma carecer de acento, Oliveira dispone la mesa para el tema: solemos estar cegados por la necedad al grado de desacreditar al otro; “cuando alguien se halla sumergido en su realidad, es fácil que tenga la impresión de que sus nociones básicas son compartidas por todos”.
Aunque por momentos pareciera mera candidez (“¿Qué importa, hablando de filosofía, si las personas saben o no qué es trascendental, sustancia, primer motor? Por más que busco, no encuentro el papel que el conocimiento de estos conceptos tiene en la vida cotidiana”), Oliveira sabe recurrir a la exageración para contraponer ideas y sortear las dificultades de explicar al lector la trascendencia de comprender conceptos (y prácticas): vida democrática y tolerancia, así, de la mano.
Aun cuando el autor intenta discutir con filósofos cuyo concepto de tolerancia se halla en la superioridad de alguno de los individuos (supone una jerarquía de los mismos), no lo logra y zanja el tema para quedarse con lo que considera conveniente para su propósito. Escoge su definición de tolerancia con todo y justificación “[la tolerancia] es necesaria para fundar una sociedad menos injusta y con más libertades, cuando filósofos y ciudadanos la desdeñan, ponen el peligro los logros que la humanidad ha alcanzado a lo largo de los siglos: las libertades, los derechos, la idea de la igual dignidad de todos”.
Asimismo advierte que la humanidad no debe dormir en sus laureles tras haber logrado la defensa de ciertos derechos, pues la barbarie siempre puede resurgir. En capítulos posteriores retoma esta idea: “siempre será posible que el mundo que damos por sentado se nos caiga a pedazos”, como le sucedió a Erasmo de Rotterdam y a Stefan Zweig. También porque “la justicia es un proyecto cotidiano que fácilmente se viene abajo si nos descuidamos”.
El tercer señuelo es el ejemplo de intolerancia religiosa. Imposible de eludir. Y no se trata de la (mancillada) Inquisición sino del protestantismo, de esa veta religiosa inaugurada por Juan Calvino que pretendió (y rindió frutos) disentir del catolicismo. Ofrece el caso de Miguel de Servet y la intolerancia que sufrió por parte de Calvino, a grado tal que éste lo humilló y condenó a morir en la hoguera.
Los capítulos intermedios sirven para que Oliveira vacíe ideas, unas menos ingeniosas que otras. Unas más académicas que otras (con citas de por medio). Es hasta el capítulo dieciocho donde la discusión con el lector es reanudada, no por el título (La barbarie) sino por la confrontación con los miedos, el miedo de nombrar las situaciones por lo que son: barbarie. Y retoma con ello el hilo del capítulo dos sobre el resurgimiento del mal que, en la civilización, se creía extinto.
Los bárbaros son los crueles y los violentos, los insensibles, aquellos que se dejan llevar por el vicio de la intolerancia. La barbarie es el imperio del daño que debemos contener, que no erradicar (porque es imposible): en tanto haya humanidad habrá mal.
Casi con el tono de la intolerancia por el que disiente, Oliveira trae a colación dos casos que estrujaron a quien tuvo noticias de ellos: aberraciones del hombre. Primero el caso de Elisabeth Fritzl, secuestrada por Josef Fritzl, hija y padre, durante veinticuatro años; segundo, el de Natascha Kampusch, austriaca secuestrada durante ocho años. (Aquí Oliveira incurre, me parece, en una falta cuando asegura que fue violada sexualmente. No peco de candidez cuando hago el señalamiento: aunque inferimos que hubo agresión sexual, la víctima nunca admitió tal violación, y ello me parece una barrera de seguridad impuesta por ella para con el resto de la humanidad, que ésta infringe al ponerle nombre y apellido –violación sexual-. Ninguna autoridad validó la agresión sexual. Suficiente tenía ya Kampusch con la privación de la libertad para insistir en llamarla violación sexual. El País, 01-04-2012 y 08-05-2013.)
Oliveira aprovecha estos casos para ejemplificar que “el hombre puede tomar decisiones equivocadas sólo por el hecho de no pensar en la subjetividad de los demás”, no sin advertir que la humanidad debe cuidarse de albergar esperanzas sobre la desaparición de la barbarie; al contrario, debe aprender a vivir con ella y a luchar en su contra, porque en la medida en que sea admitida será contenida y repelida. Ante ello, la indignación juega un papel fundamental.
Pero, ¿quiénes habitan esta barbarie? La respuesta, por fortuna para los amantes de respuestas prontas y expeditas, es develada: los cínicos, los desalmados, los ignorantes, los fundamentalistas.
Los cínicos, no a la manera de Diógenes de Sínope, son los que “desprecian la civilidad y abusan de ella, egoístas que ascienden y viven a costa de los ciudadanos solidarios y tolerantes que se preocupan por la concordia, la estabilidad y la justicia”. (Debo apuntar que los cínicos existen y los veo por doquier, pero aún no he tenido el placer de conocer a los ciudadanos de los que habla Oliveira: los siempre solidarios y tolerantes. Quizás ahora es el autor quien peca de candidez o de una visión dicotómica que, por desgracia, no existe salvo en la teoría.)
Los desalmados, también nombrados cero empáticos, son aquellos incapaces de sentir solidaridad por el otro, aquellos erosionados de empatía —término tomado del psiquiatra Simon Baron-Cohen—. Se refiere a los incapaces de relacionarse con el prójimo de otra forma que no sea como objeto, impelidos para comprender el sentido de yo-y-tú. Oliveira aclara que se habla de empatía “cuando suspendemos nuestra perspectiva unilateral y ponemos atención en los demás”, ello supone la consideración del otro en tanto sujeto. En ese sentido, tolerancia y empatía se abrazan.
Los ignorantes. Aquí no se habla a partir de la ignorancia (la duda) que genera conocimiento sino de la miope, pues quienes la ostentan no saben que son ignorantes. Lejos de “trabajar por el bien común se aferran a sus intereses”, por lo que resulta evidente que no reconocen la diversidad. El ensayista no escatima en ejemplificar y lo hace de manera directa. Si alguno tiene oídos para oír, oiga: “Los ignorantes miopes limitan su participación democrática, cuando la practican, a votar. Eligen al candidato más por la influencia que sobre ellos ejercen la televisión, los llamados líderes de opinión y la propaganda política, que por los programas de gobierno propuestos y por el bien común.”
Por último, no menos escabroso, aparecen los fundamentalistas, para quienes existe una única forma de ver el mundo, de vivir. Por lo que sobra señalar que la tolerancia no habita en ellos ni puede ser desarrollada. Sólo admiten un camino. Ante estos habitantes (nosotros): la indignación.
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